El prisionero del castillo de If
(Carlos Fuente)
He perdido la libertad. Temí perder la memoria. Llevo catorce
años encerrado en el castillo de If. Me las he ingeniado para cubrir las paredes
de mi prisión con mapas del cielo, cálculos de los movimientos del mar y
distancias entre la cárcel y las islas más cercanas: Tiboulet, Le Maire... He
omitido toda mención de la isla de Montecristo. Tú podrás objetar: nada se disimula
mejor que aquello que se muestra. Lo sé. Mi decisión de no hablar de Montecristo
es otra. Ya lo sabrás. Por ahora, escucha cómo rascan mis uñas la piedra que
nos separa, cómo araño el cemento que nos divide. Piensa lo que quieras: ¿es un
rumor de ratas o un silencio de hormigas? Yo sigo excavando con la falsa
esperanza de encontrar una ruta de evasión. Estoy rodeado de agua. Sin duda uno
de mis túneles debe abrirse al mar. He ido desechando ideas imposibles. La
razón de la imposibilidad es la facilidad. ¿Matar al carcelero? ¿Robarle las
llaves? No lo pienses siquiera. El carcelero tiene su carcelero y éste al suyo
y así al infinito. Tú y yo somos los eslabones finales de una larga cadena de
sumisiones. Así está ordenado el mundo, mi joven amigo pronto. ¿Hay otra
salida? Quizás el azar sea parte del orden invisible de las cosas. Buscaba la
manera de escapar del castillo de If arrojándome al mar, nadando hasta donde
mis fuerzas alcanzaran o, con suerte, salvado por una lancha de pescadores o
una tartana de los contrabandistas que surcan estos mares. Estaba consciente de
que llegar al agua era, en sí misma, una posibilidad aleatoria. Más probable
sería acabar estrellado contra los acantilados del castillo. Casi seguro, caer
prisionero de nuevo o ser alcanzado por una bala de los guardias.
Imagínate mi sorpresa al terminar de excavar el túnel y encontrarme contigo en la celda vecina a la mía. Celebremos. No obtuvimos la libertad, ganamos la compañía. ¿Hay algo mejor? ¿No contestas? Te entiendo. No sé cuánto tiempo llevas encerrado aquí. Veo por lo largo de tu barba y de tu cabellera que por lo menos tres o cuatro años... ¿Te sorprende que yo te vea y tú a mí no? ¿Aún no te acostumbras a la oscuridad de este pozo? ¿Por qué gritas? Cállate, por amor de Dios. ¿Quieres que acudan los guardias y nos encuentren juntos? No grites, insensato. Si creen que te volviste loco, te llevarán lejos de aquí al manicomio de Charenton. ¿Qué dices? ¿Que no estás loco, que gritas por alegría? ¿Que llevas años no oyendo otra cosa que el movimiento tribal de las arañas y el tiempo que tarda en formarse y caer la gota de agua del techo?
— No soy un loco furioso —dices bajando la cabeza—. El cautiverio me ha quebrado. Me da miedo hablar solo. Entre el pelambre que cubre tu rostro y tu cabeza, yo admiro un perfil noble y un espíritu humilde. En tu mirada cautiva, veo cómo se agita la nostalgia del aire y del mar. Seré prudente. Estás vencido pero tienes esperanzas. Yo voy a aumentarlas.
—Me da miedo hablar solo.
I I
Hemos acordado un horario que te permita pasar a gatas de tu celda a la mía. Nos separan apenas veinte pies. La distancia física es pequeña; la diferencia intelectual gigantesca. Me cuentas las razones simples de tu cautiverio. Eras el segundo de a bordo del barco m e rcante El fara ó n. El capitán murió en el trayecto y te pidió —fue su última voluntad— que te detuvieras en la isla de Elba a recibir una carta que luego entregarías en Marsella. Danglars, tu segundo, te reprochó la escala y la pérdida de tiempo. Tú alegaste que no podías dejar de cumplir los deseos de un moribundo. Tú mismo tenías impaciencia. En Marsella te esperaban tu anciano padre y tu novia Me rcedes, con la cual contraerías matrimonio la noche misma del arribo a puerto, a pesar de la contrariedad del primo y suspirante de Mercedes,
Fernando Mondego. Pero en medio del banquete, fuiste arrestado y conducido ante el procurador Villefort, al que ingenuamente le entregaste la carta que te encomendaron en la isla de Elba. El procurador leyó la carta y te envió a esta prisión, donde eres sólo el m i n e ro 34: cordero inocente, te condenaste a ti mismo. La cart a maldita iba dirigida al padre del procurador, un renombrado bonapartista cuyo partidismo comprometía la posición del hijo en el régimen monárquico restaurado.
Fuiste, sin saberlo ni quererlo, un emisario del regreso de Bonaparte y la aventura de los Cien Días. Ingenuo. Inocente. No te has preguntado siquiera, ¿a quién le conviene mi cautiverio? Te abro los ojos. Ya sabes quiénes te burlaron. Ya conoces a tus enemigos. El segundo de a bordo. El suspirante a la mano de tu novia. Y el fiscal, protector de su padre al precio de tu libertad. Te abro los ojos: ya nunca serás el marino imberbe a punto de volverse loco en un hoyo del castillo de If. Ya tienes una misión en la vida: vengarte de tus atroces enemigos. Te faltan las armas de la vendetta: el conocimiento del mundo y de las pasiones, las debilidades de tus adversarios y los medios para destruirlos. No basta el dinero para dominar. Se necesita, sobre todo, la inteligencia. Veo en tu mirada dos luces antagónicas: quiere s vengarte pero eres prisionero; eres prisionero y no sabes cómo escapar.
— ¡Ah! —exclamo—. No hay prisionero para la mente y el conocimiento. Yo te daré la sabiduría pues la primera cárcel del hombre es la ignorancia...
Así empezó mi curso expeditivo de tres lenguas muertas, cinco vivas, astronomía y geografía (mi alumno c reía que cada atardecer el sol desaparecía dándole la vuelta a la tierra inmóvil), finanzas (altas y bajas, p u e s éstas sostienen a aquellas), política (yo hice mis armas en la Italia irredenta como secretario del Cardenal Rospigliosi, con la esperanza de unificar la península) y sobre todo la pasión, pasión de la ve n g a n z a , pasión del dinero, pasión del sexo, pasión del poder. Fui llenando gota a gota, hasta convertirlas en un torrente, las odres vacías del alma inocente de Edmundo Dantés. Formé su espíritu como se crea una estatua a partir de la arcilla: le di ojos de lobo para ver de noche, orejas de conejo para escuchar de lejos, ojos de águila para ve en todas las direcciones, nariz de topo para escarbar la tierra, boca de león para devorarlo todo, colmillos de víbora para envenenar al paraíso y sobre todo lo que sólo un italiano como yo puede enseñar: mantener las apariencias de una cortesía extremada mientras el corazón ruge con la impaciencia del mal y la venganza se domina a sí misma como un tigre que adivina de lejos a sus víctimas. Yo te enseñaré a combinar la bella figura con la virtud, la necesidad y la fortuna, para que alcances tus fines sin sacrificar la belleza en el altar del crimen
I I I
Me ofendió. Edmundo Dantés me ofendió seriamente. Tras dos años de educarlo con un esfuerzo no ajeno a la satisfacción, le revelé mi secreto. Yo, el Abate Faria era dueño del mapa de un tesoro fabuloso escondido en una cueva de la isla de Montecristo. Dantés me miró con incredulidad total. Él conocía ese islote al _____de_____. Era un _____ que aparecía en el mar como la cúspide de una montaña hundida. Allí sólo había cabras y espinas. Dantés se rió. Su mirada era elocuente: me consideraba un loco inofensivo.
Tuvo la consideración de estudiar el mapa y de interro g a rme con el ceño. ¿De qué serv í a esa ruta del tesoro a dos prisioneros que jamás saldrían del castillo de If? Sentí en su disposición varias actitudes desagradables. Una, llevarme la corriente. Otra, tranquilizar al loco a fin de compartir sin rija la buena (la única) compañía de la cárcel. Otra más, convencerse de que yo era un hombre cuerdo en todo menos una cosa: la fantasía del tesoro de Montecristo. Vi con claridad a través de estas razones simplonas. Lo que ya nunca sabrás, Dantés, es hasta qué punto ofendiste mi honor, mi sabiduría y aun mi vanidad con una actitud que era la de un carcelero más, no la de un amigo: el abate está loco, sueña con tesoros inexistentes, nos pide, inclusive, que lo llevemos del castillo a la isla para probarnos que dice la verdad y nos ofrece, si la historia es cierta, la mitad del tesoro y si no, regresará con mansedumbre a la celda.
Así pensamos los carceleros. No seas igual a ellos. La actitud de Dantés me provocó enojo primero, en seguida desilusión. De manera que yo había empleado tres años en sacar de la ignorancia a un marino marsellés, dándole las armas de la cultura, las buenas maneras, la política. Nunca hables de lo que desconoces. Sé más receptor que emisor de conversaciones. Espera a que tu enemigo demuestre lo que no conoce antes de decir lo que tú sabes. El cuchillo va a la izquierda y el tenedor a la derecha. La servilleta se pone sobre el regazo y se coloca con displicencia donde caiga al terminar la cena. El cío es para limpiarse los dedos. Toda mujer quiere saberse bella y todo hombre inteligente pero no extremes los piropos hasta la incredulidad o el absurdo. No hay política sin mentira ni amor sin vanidad. Da la va n idad a los políticos y las mentiras a tus amores. La necesidad estimula la acción política. Pero en su nombre, se traiciona y se asciende. La virtud es prueba de tu libre arbitrio. Pero también puede ser máscara del hipócrita y de la mera apariencia. La fortuna, en fin, tiene nombre de mujer. Precávete de ella. Recuerda que dura más quien menos depende de la fortuna. Me repito hoy cuanto le dije entonces a mi muy aventajado alumno, cuya mente era un campo salvaje al que había que desbrozar, haciéndole surcos y sembrando semillas... ¿Esperaba la gratitud? No, porque el sentimentalismo hubiese negado mis enseñanzas: la frialdad como una política social. Presentarse ante los enemigos tranquilo, sin odio. Una cosa le agradecí a Dantés y es que a diferencia de mis carceleros, nunca dijo: “Si el abate fuera rico, no estaría en la cárcel”. Me bastaba esa prueba para confiar en él y sentir que mis enseñanzas no eran en vano. Si el prisionero de al lado me hubiera dicho: “Si es usted tan rico, ¿por qué está en la cárcel?”, habría dejado de hablarle. Habría clausurado el túnel, condenando al marino a la soledad. No, él creyó en mí dentro de los límites de la cortesía y sin hacerme blanco de la burla. Tomaré siempre en cuenta esta diferencia cuando yo determine el porvenir de Edmundo Dantés. Ese destino contrasta
Imagínate mi sorpresa al terminar de excavar el túnel y encontrarme contigo en la celda vecina a la mía. Celebremos. No obtuvimos la libertad, ganamos la compañía. ¿Hay algo mejor? ¿No contestas? Te entiendo. No sé cuánto tiempo llevas encerrado aquí. Veo por lo largo de tu barba y de tu cabellera que por lo menos tres o cuatro años... ¿Te sorprende que yo te vea y tú a mí no? ¿Aún no te acostumbras a la oscuridad de este pozo? ¿Por qué gritas? Cállate, por amor de Dios. ¿Quieres que acudan los guardias y nos encuentren juntos? No grites, insensato. Si creen que te volviste loco, te llevarán lejos de aquí al manicomio de Charenton. ¿Qué dices? ¿Que no estás loco, que gritas por alegría? ¿Que llevas años no oyendo otra cosa que el movimiento tribal de las arañas y el tiempo que tarda en formarse y caer la gota de agua del techo?
— No soy un loco furioso —dices bajando la cabeza—. El cautiverio me ha quebrado. Me da miedo hablar solo. Entre el pelambre que cubre tu rostro y tu cabeza, yo admiro un perfil noble y un espíritu humilde. En tu mirada cautiva, veo cómo se agita la nostalgia del aire y del mar. Seré prudente. Estás vencido pero tienes esperanzas. Yo voy a aumentarlas.
—Me da miedo hablar solo.
I I
Hemos acordado un horario que te permita pasar a gatas de tu celda a la mía. Nos separan apenas veinte pies. La distancia física es pequeña; la diferencia intelectual gigantesca. Me cuentas las razones simples de tu cautiverio. Eras el segundo de a bordo del barco m e rcante El fara ó n. El capitán murió en el trayecto y te pidió —fue su última voluntad— que te detuvieras en la isla de Elba a recibir una carta que luego entregarías en Marsella. Danglars, tu segundo, te reprochó la escala y la pérdida de tiempo. Tú alegaste que no podías dejar de cumplir los deseos de un moribundo. Tú mismo tenías impaciencia. En Marsella te esperaban tu anciano padre y tu novia Me rcedes, con la cual contraerías matrimonio la noche misma del arribo a puerto, a pesar de la contrariedad del primo y suspirante de Mercedes,
Fernando Mondego. Pero en medio del banquete, fuiste arrestado y conducido ante el procurador Villefort, al que ingenuamente le entregaste la carta que te encomendaron en la isla de Elba. El procurador leyó la carta y te envió a esta prisión, donde eres sólo el m i n e ro 34: cordero inocente, te condenaste a ti mismo. La cart a maldita iba dirigida al padre del procurador, un renombrado bonapartista cuyo partidismo comprometía la posición del hijo en el régimen monárquico restaurado.
Fuiste, sin saberlo ni quererlo, un emisario del regreso de Bonaparte y la aventura de los Cien Días. Ingenuo. Inocente. No te has preguntado siquiera, ¿a quién le conviene mi cautiverio? Te abro los ojos. Ya sabes quiénes te burlaron. Ya conoces a tus enemigos. El segundo de a bordo. El suspirante a la mano de tu novia. Y el fiscal, protector de su padre al precio de tu libertad. Te abro los ojos: ya nunca serás el marino imberbe a punto de volverse loco en un hoyo del castillo de If. Ya tienes una misión en la vida: vengarte de tus atroces enemigos. Te faltan las armas de la vendetta: el conocimiento del mundo y de las pasiones, las debilidades de tus adversarios y los medios para destruirlos. No basta el dinero para dominar. Se necesita, sobre todo, la inteligencia. Veo en tu mirada dos luces antagónicas: quiere s vengarte pero eres prisionero; eres prisionero y no sabes cómo escapar.
— ¡Ah! —exclamo—. No hay prisionero para la mente y el conocimiento. Yo te daré la sabiduría pues la primera cárcel del hombre es la ignorancia...
Así empezó mi curso expeditivo de tres lenguas muertas, cinco vivas, astronomía y geografía (mi alumno c reía que cada atardecer el sol desaparecía dándole la vuelta a la tierra inmóvil), finanzas (altas y bajas, p u e s éstas sostienen a aquellas), política (yo hice mis armas en la Italia irredenta como secretario del Cardenal Rospigliosi, con la esperanza de unificar la península) y sobre todo la pasión, pasión de la ve n g a n z a , pasión del dinero, pasión del sexo, pasión del poder. Fui llenando gota a gota, hasta convertirlas en un torrente, las odres vacías del alma inocente de Edmundo Dantés. Formé su espíritu como se crea una estatua a partir de la arcilla: le di ojos de lobo para ver de noche, orejas de conejo para escuchar de lejos, ojos de águila para ve en todas las direcciones, nariz de topo para escarbar la tierra, boca de león para devorarlo todo, colmillos de víbora para envenenar al paraíso y sobre todo lo que sólo un italiano como yo puede enseñar: mantener las apariencias de una cortesía extremada mientras el corazón ruge con la impaciencia del mal y la venganza se domina a sí misma como un tigre que adivina de lejos a sus víctimas. Yo te enseñaré a combinar la bella figura con la virtud, la necesidad y la fortuna, para que alcances tus fines sin sacrificar la belleza en el altar del crimen
I I I
Me ofendió. Edmundo Dantés me ofendió seriamente. Tras dos años de educarlo con un esfuerzo no ajeno a la satisfacción, le revelé mi secreto. Yo, el Abate Faria era dueño del mapa de un tesoro fabuloso escondido en una cueva de la isla de Montecristo. Dantés me miró con incredulidad total. Él conocía ese islote al _____de_____. Era un _____ que aparecía en el mar como la cúspide de una montaña hundida. Allí sólo había cabras y espinas. Dantés se rió. Su mirada era elocuente: me consideraba un loco inofensivo.
Tuvo la consideración de estudiar el mapa y de interro g a rme con el ceño. ¿De qué serv í a esa ruta del tesoro a dos prisioneros que jamás saldrían del castillo de If? Sentí en su disposición varias actitudes desagradables. Una, llevarme la corriente. Otra, tranquilizar al loco a fin de compartir sin rija la buena (la única) compañía de la cárcel. Otra más, convencerse de que yo era un hombre cuerdo en todo menos una cosa: la fantasía del tesoro de Montecristo. Vi con claridad a través de estas razones simplonas. Lo que ya nunca sabrás, Dantés, es hasta qué punto ofendiste mi honor, mi sabiduría y aun mi vanidad con una actitud que era la de un carcelero más, no la de un amigo: el abate está loco, sueña con tesoros inexistentes, nos pide, inclusive, que lo llevemos del castillo a la isla para probarnos que dice la verdad y nos ofrece, si la historia es cierta, la mitad del tesoro y si no, regresará con mansedumbre a la celda.
Así pensamos los carceleros. No seas igual a ellos. La actitud de Dantés me provocó enojo primero, en seguida desilusión. De manera que yo había empleado tres años en sacar de la ignorancia a un marino marsellés, dándole las armas de la cultura, las buenas maneras, la política. Nunca hables de lo que desconoces. Sé más receptor que emisor de conversaciones. Espera a que tu enemigo demuestre lo que no conoce antes de decir lo que tú sabes. El cuchillo va a la izquierda y el tenedor a la derecha. La servilleta se pone sobre el regazo y se coloca con displicencia donde caiga al terminar la cena. El cío es para limpiarse los dedos. Toda mujer quiere saberse bella y todo hombre inteligente pero no extremes los piropos hasta la incredulidad o el absurdo. No hay política sin mentira ni amor sin vanidad. Da la va n idad a los políticos y las mentiras a tus amores. La necesidad estimula la acción política. Pero en su nombre, se traiciona y se asciende. La virtud es prueba de tu libre arbitrio. Pero también puede ser máscara del hipócrita y de la mera apariencia. La fortuna, en fin, tiene nombre de mujer. Precávete de ella. Recuerda que dura más quien menos depende de la fortuna. Me repito hoy cuanto le dije entonces a mi muy aventajado alumno, cuya mente era un campo salvaje al que había que desbrozar, haciéndole surcos y sembrando semillas... ¿Esperaba la gratitud? No, porque el sentimentalismo hubiese negado mis enseñanzas: la frialdad como una política social. Presentarse ante los enemigos tranquilo, sin odio. Una cosa le agradecí a Dantés y es que a diferencia de mis carceleros, nunca dijo: “Si el abate fuera rico, no estaría en la cárcel”. Me bastaba esa prueba para confiar en él y sentir que mis enseñanzas no eran en vano. Si el prisionero de al lado me hubiera dicho: “Si es usted tan rico, ¿por qué está en la cárcel?”, habría dejado de hablarle. Habría clausurado el túnel, condenando al marino a la soledad. No, él creyó en mí dentro de los límites de la cortesía y sin hacerme blanco de la burla. Tomaré siempre en cuenta esta diferencia cuando yo determine el porvenir de Edmundo Dantés. Ese destino contrasta